Durante toda la semana anterior al Bun Ok Phansa, en Luang Prabang se pueden observar los preparativos para la ocasión tanto en las calles como en las viviendas, comercios y templos de la ciudad. La gente se reúne para construir barcas de papel de todos los tamaños, desde pequeñas barcas del tamaño de un plato de postre hasta enormes barcas en forma de naga de unos ocho metros de longitud. Se hacen también guirnaldas y adornos de papel, a menudo en forma de estrella e iluminados en su interior, que se cuelgan en los templos y en los porches y fachadas de las casas.
Este último viernes, a modo de calentamiento, se celebra una carrera de barcas justo al otro lado del río Mekong. Cientos de personas las observan desde la ribera, de pie o sentadas en cuclillas, bajo el sol o resguardadas bajo sombrillas. La gente habla y ríe, mientras mata el hambre con algún aperitivo local o bebe una cerveza, y algunos pequeños grupos animan el ambiente con cánticos acompañados por tambores y platillos. Desde la barcaza que se encuentra alineada con la boya que, coronada por una bandera laosiana, marca el punto de llegada, un locutor retransmite los eventos intentando imprimirles un ritmo trepidante. Pero la verdad es que la emoción de las carreras es más bien limitada: en cada ronda sólo compiten dos barcas, y el curso serpenteante del Mekong hace que quienes tienen la fortuna de correr por el lado derecho tengan una clara ventaja sobre el equipo rival y ganen con una gran diferencia en la mayoría de ocasiones.
Pero esto no tiene mucha importancia en Laos, donde lo que realmente cuenta es el evento social en sí mismo. Y mis acompañantes en este día lo corroboran: estoy sentado en una mesa con vistas sobre la línea de meta, con mi amigo Sak y su mujer, bebiendo beer lao con cubitos, mordisqueando pedazos de carne de cabra, calamar secado y pequeños huevos de codorniz, que antes de comprar me he asegurado que no contengan embrión (una afición local que no me acaba de convencer). Nadie presta demasiada atención a lo que sucede en el río, y sólo observamos cada diez minutos el tramo final de las carreras, lo que queda dentro de nuestro campo visual.
Pues bien, en poco rato Sak ya se ha intercambiado el teléfono con un hombre viudo de unos cincuenta años que se sienta en la mesa de al lado, luciendo un gran tatuaje de una cobra en el brazo izquierdo, porque el hombre nos ha explicado que está solo y se quisiera volver a casar, y Sak le ha dicho que le pondrá en contacto con una mujer divorciada que conoce, que podría estar interesada (más tarde Sak me dice que si el hombre es tan venenoso como la serpiente que lleva tatuada en el brazo no cree que el negocio llegue a buen puerto, pero que en cualquier caso merece la pena intentarlo: si saliera bien supondría una invitación a la boda como invitado de honor, con el privilegio de escoger la mejor carne del ágape. Que por cierto, no sería exactamente la misma elección que haríamos nosotros. El orden de preferencia de Sak en cuanto a la carne de cerdo: 1. intestino, 2. estómago, 3. costillas). Poco después aparece por allí otro hombre que, hablando hablando, resulta ser policía en el barrio donde vive en Sak, y éste no desaprovecha la ocasión de charlar con él y explorar con mucha mano izquierda si podría contar con su apoyo para la adquisición de un pequeño terreno de la zona que hace tiempo que ronda…
(continuará)
(publicado originalmente el 24 de octubre de 2013)
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