VERSIÓ EN CATALÀ AQUÍ
Entre la población de Laos, como sucede en todas partes, hay una cierta afición a las apuestas. Un domingo de septiembre de 2012 alrededor del mediodía, mientras me encontraba paseando por un barrio de la periferia de Luang Prabang en busca de un sitio donde descansar un rato y protegerme del sol abrasador, escuché un griterío proveniente de algún sitio cercano. Siguiendo las voces, llegué a un local abarrotado de gente, en el centro del cual había un ring rudimentario donde se estaba desarrollando una pelea de gallos.
Los gallos tenían los espolones inmovilizados contra sus patas con cinta aislante, para no dañar excesivamente a sus rivales, de modo que la contienda se resolvía a picotazo limpio. Un árbitro ponía fin a las peleas cuando consideraba que el gallo perdedor se encontraba suficientemente magullado, y entonces el dinero corría de mano en mano entre los presentes, provocando momentos de cierta tensión que se resolvían tras algunos gritos sin pasar a mayores. Gracias a la excitación del momento presencié varias peleas sin que nadie prestase demasiada atención a mi intrusión.
En un momento dado empezó una discusión muy acalorada, y pasó un buen rato hasta que me hice una idea de lo que estaba sucediendo: un hombre estaba muy contrariado porque nadie entre el resto de propietarios de gallos de pelea accedía a que sus animales se enfrentasen al de él, un ejemplar musculoso de proporciones formidables. El enojo del hombre era tal que se dedicaba a burlarse a gritos de sus potenciales rivales, reprochándoles su falta de valor. Finalmente, un hombre entre el público aceptó el reto, aunque su gallo no se encontraba ahí presente, de modo que se dio comienzo a otro combate mientras aquél cogía prestada una moto y se iba en busca del gallo aspirante a campeón. Aunque sentía cierta curiosidad, al cabo de un rato y ante la imposibilidad de saber con certeza cuándo volvería el hombre y empezaría el gran combate, me di por satisfecho y me fui para seguir deambulando.
Un domingo de octubre del año pasado, también alrededor del mediodía y estando yo en Luang Prabang, me acordé de aquella pelea de gallos y decidí probar suerte otra vez en el mismo sitio. Aunque al primer intento pasé de largo, volví atrás y no me costó mucho dar con el local. Las puertas estaban abiertas y entré. El lugar tenía el mismo aspecto que un año atrás, pero estaba completamente vacío y silencioso, sin ningún indicio de que nunca ahí hubiese habido peleas de gallos.